Lo que queda

Abandono
Marcos 1, 21-28
Jesús entró en Cafamaúm, y cuando llegó el sábado, fue a la sinagoga y comenzó a enseñar. Todos estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Y había en la sinagoga de ellos un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar; «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios». Pero Jesús lo increpó, diciendo: «Cállate y sal de este hombre». El espíritu impuro lo sacudió violentamente, y dando un alarido, salió de ese hombre. Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: «¿Qué es esto? ¡Enseña de una manera nueva, llena de autoridad; da órdenes a los espíritus impuros, y éstos le obedecen! » Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea. Palabra del Señor.
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Poema de Juan Ramón Jiménez

 

De esta poesía de Juan Ramón Jimenez, visto con ojos literarios, bien se podría decir que el poeta busca la trascendencia y que la única forma de perdurar es a través del poema. Es él y su ser poeta, el que va más allá de la existencia, pero que al mismo tiempo son uno. Y así, el análisis podría llevarnos a varias formas de leer estos versos. Es lo maravilloso que descubro en la literatura, más en la poesía, que lleva el pensamiento y los sentimientos a lugares que, tal vez, ni el mismo autor pensó o sintió. Y en este caso, caprichosamente, deseo que pensemos este poema bajo la luz de una pregunta: ¿Qué o quién quedará en pie cuando muramos?

Hoy tenemos a Jesús que comienza a darse a conocer, especialmente en su forma de hablar y de actuar. Los del templo están admirados por la autoridad con la que el Nazareno habla. Es una nueva forma de escuchar lo que, seguramente, habían oído antes de otros entendidos de la ley de Dios. Sumando, además, el prodigio, la liberación de aquél endemoniado; curado en sábado, como para llamar, aún más, la atención.

La manera de hablar de Jesús es distinta. ¿En qué? Supongo que en el templo leyó lo que decía la Palabra de Dios y, según el texto de Mateo, dijo lo mismo que decían los escribas, pero a la gente le sonaba distinto, con autoridad. Y por supuesto que lo primero que tenemos que hacer es no asociar ese «hablar con autoridad» como un «detentar poder». Creo que está lejos de Jesús la imagen que, a veces, se tiene de Dios; aquél ser supremo que manda, ordena y hace justicia, desde arriba, desde lo alto. Cristo, que es Dios, habla de tu a tú con las personas, sabe de sus dolores y es capaz de liberar. Sus palabras, me parece, son palabras dichas desde la vivencia personal, de lo que él tenía en el corazón, de aquello que más revelaba a Dios. No habla desde una letra, o desde una ley aprendida de memoria.

En nuestro caso, las preguntas que se nos presentan son: ¿A Dios lo conocemos intelectual o vivencialmente? Nuestro modo de hablar de Dios a los demás, ¿es una repetición de conocimientos (mandamientos, preceptos, normas, definiciones, tradiciones, cuestiones teológicas) o una expresión de la vivencia personal? ¿Qué es lo que más convence hoy a la gente? Me atrevo a decir que, probablemente, a la Iglesia en general le hace falta que los cristianos -sin distinción de cargos- hablen más de la experiencia de Dios que de los deberes y preceptos que hay que saber y cumplir. Parece obvio, pero no sé si, cuando hablamos de nuestra fe, hablamos del amor de Dios y de nuestro amor a Dios. O tal vez la pregunta debería ser: ¿Hablamos de Dios?

Lo siguiente a considerar es la expulsión del espíritu impuro. Y este es un hecho concreto, más allá de las palabras. Dijo, convenció tal vez, mucho más a los que tenía en frente de él. Nos cuenta Mateo que todos quedaron asombrados. En esto, podríamos decir, se cumple el dicho popular: Obras son amores y no buenas razones. Y es lo que también tenemos que tener muy presente en nuestro ser hijos de Dios. Al igual que Jesús, es necesario que nuestra forma de actuar sea parecida a la de Cristo. Deberíamos ser personas capaces de servir, de liberar, de amar a los demás. Es la mejor manera de hablar de Dios y de lo que significa para nosotros. Es probable que los que critican diciendo que “venimos aquí a golpearnos el pecho, pero que después somos iguales o peores que los que no creen en nada”, se queden sin argumentos.

También en esto deberíamos considerar si acaso nos tiene atrapado algún espíritu inmundo. Y en esto no vayamos a creer que estamos hablando de poseídos, como el de la película «El exorcista». Deberíamos pensar que todo aquello que nos mantiene lejos de Dios, que nos deshumaniza, o que hace que sólo vivamos para lo efímero, probablemente sea uno de esos espíritus que no hacen más que ahogarnos y esclavizarnos. ¿Qué nos tiene atados y no nos deja trascender, alcanzar la plenitud a la que Dios nos llama?

Y ahora sí, vuelvo al poema de Juan Ramón Jiménez y digo que, visto con ojos de fe, ojalá quede en pie, cuando muramos, el bien que hicimos a las personas, el amor que dimos, el servicio que prestamos, las palabra de Dios que pronunciamos. Porque nada de lo demás va a quedar, mucho menos el poder que detentemos, el prestigio que acumulemos o los bienes que contemos.

Es necesario que descubramos en Jesús esa autoridad con la que habla y que reconozcamos su forma de obrar. Esas son las claves para mejorar, para trascender, para llegar a la plenitud a la que estamos llamados. Y es lo que debemos imitar, hacer nuestro, sabiendo que en esto no estamos solos. Dios mismo es quien -parafraseando al poeta- va a nuestro lado aunque no lo veamos y nos olvidemos de él, es quien calla cuando hablamos, o nos perdona cuando odiamos.

Hace falta un testimonio de Dios más vivo y no sólo intelectual. Así, ya no seremos nosotros, seremos Dios.

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