La metamorfosis

El que esté libre de pecado que arroje la piedra...
El que esté libre de pecado que arroje la piedra…

Juan 8, 1-11
Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles. Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y Tú, ¿qué dices?» Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.
Como insistían, se enderezó y les dijo: «Aquél de ustedes que no tenga pecado, que arroje la primera piedra».
E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.
Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos.
Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?»
Ella le respondió: «Nadie, Señor».
«Yo tampoco te condeno —le dijo Jesús—. Vete, no peques más en adelante».

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Que un hombre se despierte y descubra que se ha convertido en insecto, no sólo genera desesperación sino asombro y rechazo de quienes lo ven. Es el caso, como sabemos, de Gregorio, el personaje de La Metamorfosis de Kafka. Al principio, la familia del pobre hombre-insecto se hizo cargo de esta nueva situación, pero después llegaron a la conclusión de que más aliviados estaban una vez que aquél transformado hubo fallecido. Y ésta es la historia que, no con exactitud, podemos descubrir en el evangelio de hoy.

El maestro, con sus seguidores, recibe la visita de los indeseables apedreadores y se ve cuestionado acerca de lo que hay que hacer con esa pecadora que había sido descubierta en flagrante adulterio. La ley decía que ésta debía morir de ese modo, sin embargo Jesús termina cuestionando, no sólo la ley, sino también a los acusadores. La mujer encuentra el perdón y la salvación.

Una vez leído el evangelio, no pude menos que recordar la historia contada por Kafka, citada al principio. Esa mujer, a mi entender, es el insecto que todos descubren. Alguien que antes pertenecía al común de la gente, pero que a partir de ser sorprendida en su pecado pasa a ser despreciable. Ya no la reconocen como propia, sino que se ha vuelto totalmente extraña. Y podemos asegurar que aquellos del tiempo de Jesús eran unos fanáticos, unos irracionales, pero ellos estaban convencidos de que ese era el modo en que tenían que actuar. No los justifico, simplemente digo que así lo hacían. Y nosotros condenamos aquella actitud asesina, aunque, sin piedras, en más de una ocasión terminemos actuando de igual modo.

Ver que alguien nos ofende, que hace algo que nos perjudica, o nos insulta, desata distinto tipos de reacciones. Algunas son violentas, aunque no siempre llega la sangre al río. Y estamos de acuerdo con que hay que ser tolerantes, pacientes y comprensivos, pero se nos queman los papeles en más de una ocasión. Vemos errores y, a veces, con rapidez hacemos juicios y «condenamos» a los que se equivocan. Damos consejos y queremos que aquellos que han metido la pata cambien. Estos son buenos deseos, sin duda, aunque no es lo mismo si estamos del lado del error, es decir del insecto. En este último caso siempre hay una razón que justifica nuestros actos fallidos.

La actitud de Jesús, que no condena y termina cuestionando a los que tienen piedras en las manos, nos lleva en una dirección: Hacia el interior. Aquellos hombres, comenzando por los más ancianos, se miran a sí mismos y reconocen que también hay errores en sus vidas, y por lo tanto no tienen autoridad suficiente para castigar a una que ha pecado. Y aquí es donde surge lo asombroso, la novedad, lo que rompe lo que parecía establecido, ya que ni el mismo Hijo de Dios condena a esta mujer. No niega que hay pecado, error. De hecho Cristo le recomienda, a la que estuvo a punto de ser apedreada, que no peque más, pero la oportunidad de volver a comenzar, de intentar hacer la vida de otro modo está ahí. Esa es la misericordia con la que Dios nos trata.

Tal vez la enseñanza de este evangelio, más allá de saber que no está bien apedrear a la gente, está en descubrir el trato que Dios nos da. Él siempre perdona y nos restituye como hijos suyos, nos ubica de nuevo en el lugar al que pertenecemos: El amor. Esto es lo que hay que aprender y practicar. Es el modo en que deberíamos vivir nuestras relaciones interpersonales. Y a ello se llega una vez que somos capaces de hacer ese viaje interior que nos revela quiénes somos, con límites y errores. De ese modo podemos volvernos más comprensivos con los tropiezos ajenos, y ayudar a los que se equivocan, para que puedan enmendarse y mejorar, tal y como nos gustaría que nos ayudaran y comprendieran cuando nos equivocamos. Nadie debería volverse insecto para siempre y morir en ese estado, sin posibilidad de retorno a una vida normal.

Soltemos las piedras, que implican puños cerrados, y extendamos una mano abierta para ayudar a levantarse al que está caído. Como Jesús hace con nosotros.

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