El Principito

Lo esencial es invisible para los ojos...
Lo esencial es invisible para los ojos…

Mateo 3, 13-17
Jesús fue desde Galilea hasta el Jordán y se presentó a Juan para ser bautizado por él. Juan se resistía, diciéndole: «Soy yo el que tiene necesidad de ser bautizado por ti, ¡y eres tú el que viene a mi encuentro! » Pero Jesús le respondió: «Ahora déjame hacer esto, porque conviene que así cumplamos todo lo que es justo». Y Juan se lo permitió. Apenas fue bautizado, Jesús salió del agua. En ese momento se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como una paloma y dirigirse hacia Él. Y se oyó una voz del cielo que decía: «Éste es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección».

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Pensar en el bautismo de Jesús, me llevó a recordar una de las obras literarias más conocidas en el mundo entero: El Principito. Todos recordaremos aquél cuento del aviador que, tras una avería de su avión y habiendo aterrizado en el desierto del Sahara, se encuentra con un niño de rizos dorados: El principito del asteroide B 612. Y por supuesto que lo que narra el evangelio de Mateo no tiene que ver con zorros domesticados ni con dibujos de boas que están digiriendo a un elefante, sino con el Bautismo de Jesús, pero tal vez algunas ideas del libro citado nos ayuden a repensar el acontecimiento en el río Jordán.

En la palabra de Dios, vemos cómo Juan se ve sorprendido de encontrarse delante de quien él considera como el Enviado de Dios. No se siente digno de bautizar a Jesús, pero sin embargo éste le dice que es mejor así. Y a continuación el mismo Espíritu Santo desciende sobre Cristo. Todo esto, seguramente, tiró por tierra el concepto que Juan tenía de Mesías: Un juez poderoso, quien debía venir para hacer justicia. Pero eso no es lo importante, ya que aquí ocurre algo mucho más grande y trascendente.

Por lo general todos afirmamos que, a partir del bautismo en el Jordán, Jesús comenzó su vida pública. Es como el punto de inflexión en la vida del hijo de María para comenzar a predicar. Pareciera que ese baño de agua es la puerta abierta a una nueva dimensión divina. Y en seguida pensamos que seguramente nuestro bautismo debe, o debería, tener el mismo efecto en nosotros. Por eso, tal vez, mucha gente muy de vota y con gran fervor, trae agua del mismo río donde bautizaba Juan, para que sus hijos reciban un bautismo más puro, más santo, casi mágico. Pero ni el río ni el agua son los que importan, sino la experiencia posterior del mismo Cristo, quien, a través del Espíritu Santo, vive la manifestación más profunda de Dios en su vida. Y esto es lo que hace que todo el mensaje de Juan el Bautista sea vea trascendido y superado.

Aún así, en un exceso del pensamiento y la reflexión, creo que los cristianos nos hemos quedado más con el gesto del agua, que es lo que se ve, y dejamos de lado lo que no se ve, que es la acción del Espíritu Santo. Es que no es el agua la que cambia a Jesús, ni siquiera el gesto bautismal de aquél hombre de Dios, como era Juan el Bautista, sino que es la vivencia interior de Dios que tiene el Nazareno, la que suscita una transformación profunda y definitiva en él. Y podríamos decir que aquí Jesús se convirtió, y no porque hubiera pecados que tenía que purificar, sino porque comprendió que la vivencia interior del Padre en él era lo que lo hacía pleno, libre, feliz, único. Y esta fue su misión y su mensaje: Querer transmitir y enseñar esta experiencia divina a toda la humanidad, para que nadie se quede sin vivenciarla. De ahí nace y se entiende el verdadero amor, ese que tiene sello de Dios y que todo lo transforma.

Antes cité a aquella excepcional historia de El Principito. Es que hay una concordancia muy grande con el evangelio de hoy: «Lo esencial es invisible a los ojos» —le dice el zorro al niño de cabellos dorados. Y es verdad. Ya que, si me permiten la analogía, lo esencial en el bautismo, en el de Jesús y el nuestro, es invisible a los ojos. Es que Dios se manifiesta desde dentro de nosotros hacia fuera, no al revés. Es lo que no podemos olvidar ni confundir. Ya que sólo entenderemos qué es ser hijos de Dios y qué es estar bautizados con el Espíritu cuando de verdad nos hagamos conscientes de la presencia de Dios en nosotros. Entonces entenderemos lo que significa nacer de nuevo, del agua y del Espíritu, y descubriremos nuestras posibilidades, que serán infinitas, como infinito es el amor de Dios. Por consiguiente, será más fácil seguir a Jesús, porque lo haremos desde una vivencia personal, interior, y no desde unas normas y doctrinas que más bien se asemejan al agua que viene desde fuera y que apenas si nos moja, sin llegar empapar el corazón.

¿Queremos que nuestras vidas cambien? ¿Queremos convertirnos de verdad? No hace falta contar pecados, sino descubrir dentro de nosotros la presencia de Dios, la cual nos hace, como a Jesús, personas libres, plenas y capaces de amar como ama Dios.

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