De espaldas

Volvernos hacia Dios…

Juan 6, 41- 51
Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo». Y decían: «¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: “Yo he bajado del cielo?”».
Jesús tomó la palabra y les dijo: «No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y Yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: «Todos serán instruidos por Dios». Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo Él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero éste es el pan que desciende del cielo, para que aquél que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que Yo daré es mi carne para la Vida del mundo.
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Una postura del cuerpo, no muy amigable, es dar la espalda a alguien. Aunque también, aun estando de espaldas nos pueden reconocer, sobre todo si ese alguien nos conoce muy bien. Esto último no puede suceder al revés: Nadie reconoce a alguien si está a nuestras espaldas y no hemos percibido su presencia. Y traigo esta imagen a colación del evangelio de hoy, a pesar de que no se narra ninguna postura corporal, pero me pareció leer entre líneas que lo que nos cuenta el evangelio de san Juan es como estar de espaldas y volverse hacia alguien.

En primer lugar tenemos a la gente que conoce a Jesús y sabe de dónde viene. Les molesta, a los judíos, que el nazareno se arrogue procedencia divina. Como cuando vemos a alguien que se las da de importante y recordamos de la cuna que procede. ¡Qué fácil que se le ha olvidado a éste de dónde viene! –decimos admirados–. Y es que al decir Cristo que viene del cielo, produjo más que sorpresa, igual que nos extrañaría escucharlo en boca de algún conocido nuestro. Probablemente porque el esquema es querer llegar al cielo, no decir que ya venimos de él.

La actitud que tienen los judíos, que son las autoridades religiosas (a ellas se está refiriendo el evangelista), probablemente viene a raíz de saber muy bien lo que dice la escritura, pero saben, aún mejor, lo que no se puede decir: Nadie puede arrojarse a sí mismo un título como el que usa Jesús para su persona. Máxime cuando todos saben que es el hijo del carpintero. Y esta cerrazón en el pensamiento, este encasillamiento hacia la persona de Jesús -él no podía ser más de lo evidente- me parece que es como volverle la espalda a lo que Cristo quiere ofrecer de novedoso. Y lo mismo nos puede pasar a nosotros. No porque no aceptemos la divinidad de Jesús, sino porque más bien nos guardamos dentro de nuestros mundos particulares, a los cuales no acceden más que los propios esquemas e intereses personales. Nos acostumbramos a vivir a nuestro modo, según nuestras costumbres, dentro de unos parámetros y que no nos saquen de ahí.

Por otro lado, tenemos la respuesta de Cristo: Les dice que dejen de murmurar y aclara que no cualquiera puede ir hacia él, el hijo de Dios. No sólo los desenmascara, por la murmuración, sino que además sigue afirmando lo que ya ha dicho: Él ha bajado del cielo. Es el enviado, el hijo de Dios, aclarando que es el padre el que hace posible que lleguemos hasta él. Y siguiendo con la imagen de la persona que está de espaldas, se me ocurría pensar que nosotros mismos podemos ser aquellos que viven de espaldas, con un esquema y un razonamiento. Sabemos lo bueno que es estar con Dios y ser cada vez más de él, pero nuestra lógica nos dice, en algunas ocasiones, que para poder girarnos y mirar a Dios, cara a cara, antes tenemos que arreglar nuestros errores. Lo cual, a veces, se dilata en el tiempo. Como san Agustín que decía: Mañana; mañana me aparecerá clara la verdad y, entonces, me abrazaré a ella.

Y aquí es donde viene la novedad de Jesús: Él nos propone una forma distinta a la que imaginamos. Nos dice que nadie puede ir a él si no lo atrae el Padre. Está diciendo que es el mismo Dios el que nos mueve y quiere que vamos a ese encuentro. Es como, si me permiten seguir con el símil, cuando alguien está de espaldas y viene otro y le toca el hombro. Lo está invitando a volverse y ver quién lo busca. A veces estamos de espaldas a Dios y él viene, toca nuestro hombro y nos llama, para mirarlo de frente. Es él el que nos busca y nos llama. Sería bueno no pensar que tenemos que estar perfectos, irreprochables, para entonces presentarnos delante del Señor. Eso no sé si lo conseguiremos alguna vez, pero seguro que, en más de una ocasión, Dios mismo quiere que nos encontremos con Jesús y así tengamos una vida más plena.

Entonces, una vez vueltos hacia el Señor, puede empezar a fluir todo lo demás, y encontrar que el único y mejor alimento. Ese que hará posible que nuestra vida cobre un nuevo sentido y profundidad afincada en Dios: La Eucaristía. Ella será, por fin, un verdadero alimento y no una costumbre de los cristianos. O simplemente un premio por haberse confesado. Tendrá sentido, incluso, todo lo que san Pablo nos propone en la segunda lectura: Una vida libre de amargura, de arrebatos, de ira, de gritos, de insultos y de toda clase de maldad. Desea que seamos buenos y compasivos y que nos perdonemos mutuamente. Ruega que intentemos imitar a Dios. Y esto será posible, si tenemos al mismo Dios. ¿Y cómo se logra eso? Recibiendo su cuerpo y su sangre. Para tener a Dios hay que alimentarse de él. No hay otro camino. Ya podemos ser muy rezadores, muy espirituales, prácticas y actitudes que seguramente nos ayudarán a crecer interiormente, y a ser mejores personas. No hay que dejar de hacerlo. Pero realmente lograremos estar a la altura de verdaderos hijos de Dios cuando nos hagamos uno con él: Comulgándolo.

Aquí queda la opción. Aceptar o no. Volvernos hacia Dios cuando nos llama, o seguir de espaldas hacia él (seguramente, no porque queramos ignorarlo, sino porque estamos ocupados en otros asuntos, eso lo entendemos). Sin perder de vista que la clave está en creer en Jesús. Eso es girarse hacia Dios, cuando él apoye su mano sobre nuestro hombro, para llamar nuestra atención, para invitarnos a dejar nuestros exclusivos asuntos y nos abramos a un verdadero nuevo mundo junto a Dios. Y digo nuevo porque aquél que ha recibido el pan del cielo, el cuerpo de Cristo, y cree profundamente en el Señor, no puede seguir siendo el mismo. Estoy convencido de que será mejor persona, mejor hijo de Dios, aunque a veces tendamos a dar la espalda otra vez.

Es él el que nos mueve, nos empuja, no llama, para que encontremos una vida nueva, pero somos nosotros los que tenemos que aceptar darnos vuelta o seguir como estamos.

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