Sólo uno

Sólo uno

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Ciclo A – Domingo XXXI del Tiempo Ordinario

Mateo 23, 1-12
Jesús dijo a la multitud y a sus discípulos: Los escribas y fariseos ocupan la cátedra de Moisés; ustedes hagan y cumplan todo lo que ellos les digan, pero no se guíen por sus obras, porque no hacen lo que dicen. Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los demás, mientras que ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo. Todo lo hacen para que los vean: agrandan las filacterias y alargan los flecos de sus mantos; les gusta ocupar los primeros puestos en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, ser saludados en las plazas y oírse llamar «mi maestro» por la gente. En cuanto a ustedes, no se hagan llamar «maestro», porque no tienen más que un Maestro y todos ustedes son hermanos. A nadie en el mundo llamen «padre», porque no tienen sino uno, el Padre celestial. No se dejen llamar tampoco «doctores», porque sólo tienen un Doctor, que es el Mesías. El mayor entre ustedes será el que los sirve, porque el que se eleva será humillado, y el que se humilla será elevado.

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Pensar en el evangelio de hoy, al menos para mí, supone hacer una revisión de quién o quiénes son mis maestros y por qué los sigo o escucho. Ya sé que muchos dirán ahora que, según las palabras de Mateo, hay un único maestro, Jesús, pero lo cierto es que, aun sin perderlo de vista, muchas veces terminamos a los pies de maestrillos que nos deslumbran.

La Palabra de Dios pone delante una de las realidades menos quéridas por Jesús y las primeras comunidades: El fariseismo. Eso de decirle a los demás qué hacer y cómo vivir, pero no ser consecuentes con el propio ejemplo, está diametralmente opusto a lo que Jesús nos enseña. Si embargo, aunque sabemos todo esto, casi sin quererlo, a veces nos convertimos en auténticos fariseos.

Ser fariseo, si bien lo podemos asimilar a una forma de religiosidad judía y tan antigua como mal avenida, no sólo la podemos circunscribir a esta forma de entenderlo. Está claro que en el sentido religioso no es el ejemplo a seguir. 613 preceptos debían tener en cuenta los judíos del tiempo de Jesús, si querían llegar a la «perfección». Y tal es la carga y la exigencia que existía, que la atención y el esfuerzo se enfocaban en lo que había que cumplir, perdiendo de vista lo esencial: Vivir con Dios. Esto mismo hacía surgir, seguramente, la apariencia de vida. Cuanto más aparentaban ser los mejores en el cumplimiento de la ley (agrandar las filacterias y alargar los flecos de los mantos) más tranquilos estaban, aunque más lejos de Dios probablemente.

En nuestro caso, los cristianos, si bien sabemos cómo deben hacerse las cosas, siempre hemos sido y somos propensos al estilo farisaico. En más de una ocasión tendemos a aferrarnos a las leyes y preceptos, prescritas por la Iglesia. Y claro, esto fue inspirado por el Espíritu Santo –decimos– y eso nos da tranquilidad. Corriendo el peligro de sólo quedarnos con la letra escrita y no llegar a lo verdaderamente importante: Conocer y amar a Dios y al prójimo.

Leyes, normas y preceptos están para ayudarnos a vivir mejor nuestro ser cristianos, no para posicionarse casi reemplazando a Dios. Y esto puede estar pasando cuando el perfecto cumplimiento de lo prescrito es lo que más nos preocupa, pensando que así alcanzamos y agradamos a Dios. Cuántas veces parece que nos pesa más el haber faltado un domingo a misa, que no haber amado de verdad a quien tenemos a nuestro lado. Quietarle la palabra o ignorar a quien no nos cae bien, pareciera no ser tan grave como faltar al ayuno cuaresmal.

Pero no podemos quedarnos sólo en los asuntos de religión. También en la vida cotidiana, en más de una ocasión, no predicamos con el ejemplo. «Consejos vendo, par mí no tengo», dice el refrán. Y ciertamente somos capaces de organizar la vida de los demás, diciéndoles cómo tienen que vivir y comportarse, pero no nos aplicamos el cuento. Y peor aún, cuando vemos que aquellos a quienes hemos aconsejado fracasan o se equivocan, nuestra reacción a veces suele ser un: «Ves, te lo dije. No me haces caso». Esto nos afirma más en nuestro puesto de «maestros» que nosotros mismos nos hemos arrogado.

El dictar, adoctrinar y dirigir, muchas veces, no hace más que volvernos soberbios. Más aún cuando parece que no nos equivocamos en nada. Pero repito: «cuando parece que no nos equivocamos en nada».

Ciertamente es bueno el poder ayudar a quien necesita luz para caminar, para decidir, para empezar, pero eso no nos puede convertir en maestrillos, en fariseos, que ponen cargas pesadas en los demás, sin vivir lo que se aconseja, y en señores tan perfectos como soberbios.

Aquí el paradigma es Jesús, quien vivió en carne propia aquello que predicó. Ya vemos que no sólo se quedó en decirnos que debemos servir a los demás e incluso llegar a dar la vida, sino que lo hizo. Entonces a él sólo podemos mirar, a él sólo podemos tener como maestro. Ni el papa ni los obispos, ni los ministros de la Iglesia pueden ni deben reemplazarlo. Y nosotros, los que parece que miramos desde abajo a la jerarquía, tampoco podemos ponerlos en un pedestal, de tal forma que llegan a tapar a quien de verdad sabemos que importa: Jesucristo. Ya sabemos que «la culpa no es del cerdo, sino de quien le da de comer». Por lo tanto no debemos alimentar los egos jerárquicos y/o particulares de nadie. Y por supuesto que hay que respetar y escuchar, pero sin confundir quién es el verdadero y único maestro: Jesús.

Ayudar, servir, amar, animar, entusiasmar, sostener, levantar, escuchar, alegrar, acompañar, cuidar, curar, liberar, son algunos de los verbos que conjuga Jesús en su propia vida y nos enseña. ¿Cuál de ellos ya hemos aprendido de verdad?

Eduardo Rodriguez