Los pequeños

Niño que rezaMateo 11, 25-30
Jesús dijo: Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, habiendo ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes, las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y Yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.
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Las estadísticas dicen que son muchos los pobres del mundo. Pero los pobres del mundo son muchos más de los que se dice que son. La joven investigadora Catalina Álvarez Insúa, formuló un criterio muy útil para corregir los cálculos. Ella dijo: «Los pobres son los que tienen las puertas cerradas». Cuando lo dijo, Catalina tenía tres años de edad. La mejor edad para asomarse al mundo y ver.

Este pequeño cuento de Eduardo Galeano, titulado “La pobreza”, nos puede llevar el pensamiento en distintas direcciones. Tal vez una de ellas coincida con el evangelio de este domingo, especialmente cuando escuchamos la gran confesión y oración íntima que hace Jesús: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque, habiendo ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes, las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido».

En la actualidad, como pasaba en el tiempo de Cristo, siempre llaman la atención, y les damos mucho crédito, a aquéllos que demuestran sabiduría, más en el campo de la teología o de las verdades de la religión. Cuando alguien nos habla «desde la cátedra», tal vez nos deja un poco boquiabiertos y pareciera que, cuando creemos entender los que nos dicen, por fin comprendemos a Dios en su totalidad. Sin embargo hoy Jesús alaba al Padre al reconocer que lo más importante ha sido revelado a aquellos que, en su tiempo, eran los pequeños. Aquí podríamos decir, como sinónimos, los ignorantes, los que menos valen, los no-sabios, lo imprudentes, los humildes de corazón, son los que salen ganando. ¿Acaso hemos olvidado esta afirmación y alabanza del Hijo de Dios?

El esquema de nuestra religión tiene, sin lugar a dudas, un parecido a las formas religiosas del tiempo de Jesús. Había que guardar ciertos preceptos (antes más que ahora) y cumplir con determinados ritos y exigencias del culto, todo con tal de agradar y hacerle saber a Dios que estamos con él. En teoría, afirmamos que el Señor está por encima de todo eso y que mi mejor o peor relación con él no depende de mi mejor o peor cumplimiento de las normas, pero en la práctica, percibimos que estamos a bien con el Pare del cielo si hacemos mejor lo que está mandado en nuestra religión. Y qué es lo hay que hacer, eso nos lo dicen los entendidos. Hace mucho tiempo se repetía, ante cuestionamientos de nuestra fe: Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que nos sabrán responder. Es decir: Hay quien ha pensado esto por vos, así que no hay más que buscar la respuesta. En esto, los cristianos somos muy cómodos y, más allá de querer descubrir a Dios, preferimos que nos lo cuenten.

Hoy Jesús viene a decirnos que él está feliz porque son los pequeños, aquellos que se atreven a descubrir quién es Dios, los que reciben la revelación. Y esto, creo, son los que tienen un corazón abierto a la novedad del Señor, los que están convencidos que no lo saben todo y que jamás podrán abarcar al Señor, por completo, con su pensamiento e inteligencia. Sin embargo, los que de alguna manera se saben sabios, corren el riesgo de cerrarse a todo lo nuevo que supone tener la experiencia de Dios en sus corazones.

El cuento de Eduardo Galeano, más allá de hablar de pobreza material, nos dice, entre otras cosas, que los pobres son aquellos que están cerrados al mundo, a lo nuevo y que no quieren ver. Y se me ocurría que es lo que Cristo quiere decirnos hoy: Él se dará a conocer, se revelará, a los que estén dispuesto a no encerrarse, a salir al encuentro, a abrazar la novedad. Y esos son los pequeños, los que saben que no lo saben todo, aunque sepan muchas cosas, incluidas las de Dios, y se parecen a la niña del cuento que tiene la mejor edad para asomarse al mundo y ver.

Con esto no vamos a decir que nos estamos refiriendo al estado de niños, sino a la actitud de quien entiende que tiene mucho por aprender, en este caso, quién es Dios. Y esto quiere decir que tenemos que buscar y experimentar al amor del Señor, cosa que se vive en el corazón, no sólo en la captación del intelecto. Y Jesús quiere que experimentemos lo que él vive con su Padre. Eso no viene por cumplir a rajatabla los preceptos, sino por tener, realmente, a Dios con nosotros.

Amar a Dios, sentir su amor y amar, verdaderamente, al prójimo, al hermano, es una carga más ligera que sólo ser cumplidor de normas y leyes de una institución. Si estamos abocados más a esto último, entonces tenemos una gran carga y más bien estamos cerrados a la experiencia de Dios. Si en cambio nuestra actitud y esfuerzo van en dirección a querer vivenciar a Dios y su amor, nos sentiremos mas libres, más livianos. Tal vez como ejemplo nos sirva pensar cómo nos sentimos cuando hay que «cumplir» con un aporte económico para el sostenimiento de la Iglesia (cuestión necesaria más allá de un precepto), a diferencia  de cómo nos sentimos cuando, sin importarnos la cantidad, efectivamente damos algo y vemos que levantamos a alguien que está caído y desvalido. Lo primero puede surgir de un acatamiento y una razón, lo cual más bien supone una carga. Lo segundo es más de sentir el sufrimiento del otro, lo cual me eleva a los sentimientos de Jesús y a la experiencia del amor de Dios.

Y si queremos pensar en que Jesús es el que aliviana nuestras cargas, es decir, nuestros sufrimientos, nuestros problemas, seguimos hablando en la misma línea. Experimentar la entrañable misericordia de Dios, más allá de ritos y cultos, nos da luz, esperanza, alegría, fuerzas, sentimos que somos capaces de volver a volar, que todo es posible. Pero para esto habrá que ser suficientemente niños, pequeños, humildes de corazón, abiertos a la novedad de Dios. Porque si creo que ya me las sé todas, no queda espacio para el Señor. Los soberbios, orgullosos, engreídos, tienen muchas más dificultades para llegar a lo que Jesús quiere revelar: Dios y su amor.

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