Libres

Confiar

Ciclo B – Domingo XII Tiempo Ordinario

Marcos 4, 35-41
Un día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: «Crucemos a la otra orilla». Ellos, dejando a la multitud, lo llevaron en la barca, así como estaba. Había otras barcas junto a la suya. Entonces se desató un fuerte vendaval, y las olas entraban en la barca, que se iba llenando de agua. Jesús estaba en la popa, durmiendo sobre el cabezal. Lo despertaron y le dijeron: «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos? » Despertándose, Él increpó al viento y dijo al mar: «¡Silencio! ¡Cállate! » El viento se aplacó y sobrevino una gran calma. Después les dijo: «¿Por qué tienen miedo? ¿Cómo no tienen fe? » Entonces quedaron atemorizados y se decían unos a otros: «¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen? »
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«Libre es aquél que sabe transformarse. Y sólo sabe transformarse quien es capaz de desprenderse de lo antiguo y seguir la próxima gran marcha hacia lo desconocido».

Esta frase es de Bert Hellinger, psicoterapeuta alemán. No puedo decir que he leído mucho sobre los escritos de este hombre, pero esta pensamiento, en particular, me llamó la atención. Por supuesto que cada uno de nosotros tendrá un concepto de libertad, pero junto a este que presento podemos, por qué no, abordar el evangelio de este domingo.

Nos volvemos a encontrar con un portento de Jesús. Calma la tempestad, y los discípulos, que estaban aterrados, quedan tan sorprendidos que reconocen, en su última pregunta, que no saben a quién tienen a su lado. «¿Quién es este que hasta el viento y el mar le obedecen?» —se preguntaron.

De esto, fácilmente, podemos inducir un cuestionamiento personal: ¿Quién es Jesús para nosotros? ¿Es el de los milagros? ¿Es el que nos salva cada vez que lo necesitamos? ¿Es el Hijo de Dios Todopoderoso? ¿Es el que me da aquello que no logro alcanzar? ¿El que me vigila a ver si me porto bien?

Del relato de Marcos, creo que podemos deducir que hay una falta de confianza, por parte de los apóstoles, hacia Jesús. Aquellos que seguían a Cristo a todas partes, que lo escuchaban en todo momento, que lo vieron hacer milagros, sin embargo en esta ocasión dudan y piden a gritos que Jesús los salve. «¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?» —reclaman. Y si bien, probablemente, cualquiera de nosotros puede criticar esta falta de seguridad, creo que seguimos viviendo algo parecido en distintas oportunidades.

Cuando se nos presentan problemas graves en la familia, o en la vida personal, tal vez alguna enfermedad seria, empezamos, lógicamente, a desesperarnos, y claro que hacemos bien en pedir a Dios, a grito pelado, que nos salve, mientras él parece dormido, desentendido de lo que estamos sufriendo. Incluso nos da la sensación de que poco le importamos, y lo único que podemos hacer es gritar, como aquellos hombres que veían que se hundían.

Y probablemente sea una falta de confianza en Dios, pero también creo que eso tiene que ver con haber puesto al Señor sólo en un lugar externo. Es él el que, desde lo alto, nos hace milagros, nos responde, nos ayuda, nos salva, nos lleva, y claro, como está tan alto, supuestamente, necesitamos llamarlo a gritos. Cuando en realidad, al mismo tiempo, también nos habita y, entonces, esa falta de confianza se puede traducir en falta de creencia, por no creer que Dios está ahí, dentro de cada uno de nosotros y que no se ha desentendido ni es indiferente a nuestro dolor. Y por lo tanto no hace falta gritar, ni enojarnos (como puede pasarnos cuando no vemos respuestas).

Antes citaba Bert Hellinger, el cual hace un planteamiento interesante acerca de quién es libre realmente. Y me parecía bueno presentarlo a colación del Evangelio de hoy, ya que entiendo que creer en Dios y confiar en él tiene que ver con el grado de libertad que poseemos. Si es libre aquél que se transforma por ser capaz de dejar lo antiguo, lo fijo, lo conocido, lo que «da seguridad», entonces es alguien capaz de confiar, aunque lo que venga sea desconocido, o doloroso. Y más desde el punto de vista de la fe. Porque confiamos, y por lo tanto nos volvemos realmente libres, porque sabemos, sin necesidad de pegar gritos, que Dios está ahí y no nos abandonará jamás, aunque parezca dormido.

Tal vez, lo que pasa es que, casi siempre, llegamos a descubrir si tenemos libertad y confianza plena cuando llega la tempestad. Cuando vemos que la barca de Jesús en la que vamos, porque decidimos embarcarnos al decirle sí, se bambolea por los vientos y las olas del mar, entonces aflora lo que realmente hay en nosotros. Y si hay fe, confianza y libertad (porque no hay apegos), entonces no temeremos a nada, porque sabemos que Dios está, porque no tenemos nada que perder, y llegaremos con Jesús a la otra orilla.

Así mismo, hará falta que cultivemos todo esto, que crezcamos en la confianza puesta en Dios. Y para ello habrá que madurar en nuestra creencia y dejar de sólo ver a Dios como el gran padre, paternalista, a quien tenemos que reclamar cuando no vemos la respuesta esperada. Es que la libertad y la confianza también nos hace adultos en la fe, capaces de sumar y poner lo que somos y sabemos al servicio, para que entre todos, entre Dios y nosotros, calmemos la tempestad y lleguemos al destino esperado.

Jesús nos invita a ir a la otra orilla del lago, tal vez desconocida. Entonces deberíamos preguntarnos: ¿Estamos dispuestos y nos sentimos plenamente libres y confiados para ir donde nos lleva? Si la respuesta es sí, entonces estaremos totalmente abiertos a la voluntad de Dios, que, a veces, nos puede llevar a amar lugares y personas, donde ni siquiera imaginamos que podremos lograrlo.

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