Estrella de luz

Estrella fugaz -Gaza- de Miki y DuarteMateo 16, 13-20
Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es? » Ellos le respondieron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros, Ellas; y otros, Jeremías o alguno de los profetas». «Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy? » Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Y Jesús le dijo: «Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y Yo te digo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo». Entonces, ordenó severamente a sus discípulos que no dijeran a nadie que Él era el Mesías.
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La viñeta que vemos, tan crítica como desesperante, me parece que, más allá de hacernos pensar en la cruda realidad que se vive en Gaza, nos puede ayudar en la reflexión del evangelio de este domingo. La confesión de Pedro, acerca de quién es Jesús, hace que meditemos en lo que tenemos delante y qué creemos ver y reconocer.

En el texto evangélico tenemos tres temas que destacar: Lo que Pedro dice de Jesús, la promesa de Cristo acerca del pueblo de Dios y las llaves que abren y cierran, que atan y desatan en el cielo. Todo tiene una lógica, bien compendiada por Mateo que, sin duda, escribe desde una perspectiva que ya cuenta con la vivencia de la Resurrección de Jesús. Y de estos tres puntos, me quedo con el primero, la declaración clara y simple del apóstol.

Hasta hoy, me parece que seguimos muy aferrados a las definiciones de fe que hemos aprendido. Sin duda, conocer acerca de las verdades de lo que creemos, es algo que no puede faltar. Nosotros también afirmamos que Jesús es el Mesías y que es el Hijo de Dios, aunque nuestra aseveración puede ser distinta a la que hizo Pedro en aquél momento. Claro está que no podemos pensar, inocentemente, que lo que hizo aquél hombre fue definir a Jesús, o que acertó la respuesta por pura inspiración del Espíritu Santo, sin saber lo que decía. No niego que haya habido una iluminación desde lo alto, pero sí creo que la acción de Dios suscitó, en palabras, lo que aquél discípulo percibía y experimentaba con respecto a Cristo.

Sin duda, me atrevo a decir, esto es lo más importante del evangelio. No sólo porque podamos rescatar la afirmación de la divinidad sobre Jesús, sino porque tenemos que ver si aquella respuesta también, de verdad, es nuestra. De memoria podremos repetir la misma frase petrina, pero lo que cuenta aquí es lo que cada uno puede responder por sí mismo, desde el corazón, como lo hizo Pedro.

Aquella viñeta nos pone ante una realidad, un deseo y un convencimiento. El niño le dice a la niña que pida un deseo, porque él está convencido de que lo que ve pasar por el cielo es una estrella fugaz. La niña, probablemente más desconfiada o desesperanzada, desea que, quien tiene a su lado, tenga razón. Y la realidad es una sola: Estrella o bomba que cae, una de dos. Y esta imagen se parece a la del evangelio. Hay una única realidad, la de Jesús. Los discípulos repiten lo que dice la gente y esperan que sea así. Pedro, convencido, expresa lo que cree según su vivencia. Y si entramos en juego nosotros, debemos decir lo que pensamos, creemos o deseamos, ante la misma realidad de Cristo.

Aquí no valen las teorías. Si nos quedamos con ellas, como único fundamento de nuestra fe, seguramente no descubriremos nunca la realidad de Dios, aunque digamos que somos sus hijos. Hoy, es el mismo Jesús el que nos pregunta, a cada uno, quién es él para nosotros. Es una pregunta personal y la respuesta tiene que ser individual y vital. Dios, Cristo, no es un dogma o una síntesis de la teología que hay que aprender y repetir, es mucho más.

Y Para dar una respuesta, a la altura del evangelio, es necesario ver qué vivencia tenemos de Dios. Reconocer si él es sólo un concepto, algo vital, alguien a quién identificamos externamente, en algún lugar que llaman cielo, o simplemente es un ser omnipotente que nos hace algún milagro cuando estamos desesperados. Tenemos que ser sinceros y aceptar, si fuera necesario, que tal vez para llegar al convencimiento y la vivencia de Pedro es preciso andar mucho camino con el mismo Dios. Experimentarlo es lo que nos hace capaces de una confesión como la del pescador. Y esto cambia la perspectiva, porque Dios deja de estar en su trono, para pasar a vivir con nosotros.

Aquél hombre llega a tal respuesta, tan profunda como real, porque ha vivenciado el amor de Dios. Y nosotros no podemos llegar a tal afirmación si no tenemos la misma experiencia vital. No sólo porque nos sintamos amados por el Señor, que ya es mucho decir, sino porque, al mismo tiempo, somos capaces de amar con la misma intensidad, a Dios y al que tenemos a nuestro lado, sea quien sea. Es que, cuando se ama de verdad, uno ve lo mejor, la belleza más profunda del que tiene delante. Y ve, en el otro, «una estrella fugaz», porque reconoce que hay vida, esperanza, sueños, un porvenir, una felicidad, una salvación. Y estas son las cosas que Pedro ve en Jesús, y termina diciendo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.

Después vendrán las declaraciones de Cristo, que quiere que el pueblo de Dios crezca. Y afirma que su familia santa germina en todo aquél que, como Pedro, lo acepte como Hijo de Dios, con el mismo amor y convencimiento que tuvo el apóstol. No niego que a Pedro se lo quiera destacar como guía de la comunidad cristiana y por tanto, nosotros después afirmemos que aquél hombre es el primer Papa. Pero más que nombrar un Papa, Cristo confía una misión, a Pedro y todo aquél que lo confiese como su Señor.

Y por último, sin negar que el texto de hoy sirva para fundamentar el sacramento del perdón, me gusta pensar la imagen de la llave del Reino, como aquella que, los que amamos y confesamos a Jesús como el Mesías, tenemos para abrir y cerrar el paso de unión con Dios. Prefiero esto, antes de sólo quedarme con la figura de Pedro como amo de llaves. Y tampoco deseo quedarme con la idea de que los sacerdotes tenemos un poder tal que decidimos si alguien entra, o no, al paraíso. Porque los que abren la puerta de la salvación son todos y cada uno de los que, arrepentidos de su errores y lejanía de Dios, deciden volverse al amor de Jesús y declaran su Sí al Señor a través de la confesión. Son ellos, somos nosotros los que optamos por abrir o cerrar, creer o negar, y en consecuencia vivir en al amor de Dios, o sin él. Sin quitar, por supuesto, que la misericordia del Señor, siempre es infinita y llega a todo aquél que demuestre un corazón bien dispuesto y arrepentido, aunque no pueda llegar a la formalidad del sacramento de la reconciliación.

Así como en Pedro, en nosotros, Cristo quiere edificar y darnos las llaves del Reino y para esto sólo hace falta reconocer, con el corazón al que es nuestra salvación. Entonces, ¿qué vemos? ¿Una estrella fugaz, una posible bomba, nuestra esperanza, nuestra salvación, una vida nueva, un sueño, un deseo? ¿A quién tenemos delante? ¿Quién es Jesús para nosotros?

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