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Ciclo C – Domingo XXIII Tiempo Ordinario

Lucas 14, 25-33
Junto con Jesús iba un gran gentío, y Él, dándose vuelta, les dijo: Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre ya su madre, a su mujer ya sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
¿Quién de ustedes, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: «Este comenzó a edificar y no pudo terminar». ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras: el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz.
De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo.
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“Han descubierto el único tesoro; han encontrado al otro”.

Este es un verso de “Inferno”, un poema de Jorge Luis Borges, de su obra “La cifra”. Nos cuenta acerca de dos enamorados que se encuentran, que se descubren. Y a nosotros nos podría servir para pensar, por ejemplo, en ese momento único, cuando hallamos a una persona y nos parece distinta al resto, tal vez por los valores que tiene, o también porque nos enamoramos de alguien, como en la historia de la poesía. Ese otro pasa a ser único. Pero creo que hay más en esta frase, o al menos así me gusta pensarlo, especialmente para que nos ayude en la reflexión de este domingo.

Tenemos a Jesús que nos plantea lo que, en un primer momento, podríamos llamar radicalidad en el seguimiento. Y podríamos pensar que es casi “inhumano” y “egoísta”, porque llega a decirnos que tenemos que amarlo más que a nuestra propia familia. Dicho así, a nadie le cae muy bien, o al menos resulta un poco incomprensible lo que afirma en el evangelio. Después está también lo de cargar la cruz y renunciar a los bienes que, en comparación con la primera exigencia, estos últimos pueden parecer hasta más fáciles.

Si hablamos de amar más a Jesús que a nuestra familia, creo que es conveniente entenderlo como una superación y profundización en el amor. Si sabemos bien lo que es amar a Dios, eso nos llevará a amar más y mejor a los nuestros. De hecho sería contradictorio decir que amamos por completo al Señor y no amamos a nuestros seres queridos. Entonces me atrevo a decir que el amor de Dios es inclusivo, y en ese amor cabe el amor a los que tenemos a nuestro lado, como también cabe el amor a nuestros enemigos, como nos pide Jesús, pero esto último es tema de otra charla.

Cuando decimos “cargar con la cruz”, no podemos menos que pensar en el mismo Cristo, que literalmente llevó su cruz y fue crucificado. En nuestro caso, que normalmente no somos colgados de un madero, bien podemos imitar al Hijo de Dios cargando con nuestras dificultades, problemas y contratiempos, dándoles un sentido: Por amor a Dios y al prójimo. Es que para ser discípulo del Maestro tenemos que aprender a seguir sus pasos. Podríamos hacernos la siguiente pregunta: ¿Qué estamos dispuestos a soportar, con tal de mantenernos junto a Dios?  Tenemos que aprender a superar todo aquello que nos impida seguir eligiendo a Dios y a su amor

Y si hablamos de “renunciar a los bienes”, tal vez la clave está en aprender a no volvernos dependientes de lo que poseemos. A veces no nos damos cuenta, pero parece que “si nos quitan algo” la vida ya no es vida. Hay que aprender, por tanto, a ser desprendidos, que es lo que Jesús nos está pidiendo. Por consiguiente, acabaremos siendo más generoso. El egoísmo junto con la acumulación, que es donde tal vez encontramos nuestra seguridad, no deja espacio al Señor. Ya bastante satisfechos nos podemos ver así, y por lo tanto no necesitar ni de Dios.

Al principio cité aquel verso de Borges y nos puede valer para aplicarlo a Jesús. Podríamos decir: «Hemos descubierto el único tesoro, hemos encontrado al Otro», reemplazando ese “otro”, por Otro, con mayúsculas, porque es Dios. Es que cuando verdaderamente descubrimos y encontramos al Señor, no podemos menos que amarlo con profundidad, sabiendo que tenemos un tesoro único. Y al ser conscientes de que somos de Dios y para Dios, seguramente seremos capaces de hacer lo que sea, con tal de no perder lo que hemos hallado. No habrá cruz ni egoísmo ninguno que nos impida amar al Señor y a nuestros hermanos, porque ahí estará la única razón de nuestra existencia.

A quien quiera saborear el poema de Borges…

Inferno, V, 129

Dejan caer el libro, porque ya saben
que son las personas del libro.
(Lo serán de otro, el máximo,
pero eso qué puede importarles.)
Ahora son Paolo y Francesca,
no dos amigos que comparten
el sabor de una fábula.
Se miran con incrédula maravilla.
Las manos no se tocan.
Han descubierto el único tesoro;
han encontrado al otro.
No traicionan a Malatesta,
porque la traición requiere un tercero
y sólo existen ellos dos en el mundo.
Son Paolo y Francesca
y también la reina y su amante
y todos los amantes que han sido
desde aquel Adán y su Eva
en el pasto del Paraíso.
Un libro, un sueño les revela
que son formas de un sueño que fue soñado
en tierras de Bretaña.
Otro libro hará que los hombres,
sueños también, los sueñen.

Jorge Luis Borges, de “La Cifra”

Eduardo Rodriguez