El Camino

Bicicleta de campo

Ciclo B – Domingo XXII Tiempo Ordinario

Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23
Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar. Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados; y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras, de la vajilla de bronce y de las camas. Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras? » Él les respondió: «¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos». Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres».
Y Jesús, llamando a la gente, les dijo: «Escúchenme todos y entiéndanlo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre».

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“El Camino” es una novela de Miguel Delibes, quien cuenta la historia de Daniel, el mochuelo, un niño que vive en un pueblo de España, en la posguerra civil. El pequeño tiene que dejar su tierra para mudarse a Madrid y acabar allí sus estudios, porque su padre, el quesero del pueblo, quiere un futuro mejor para su hijo. Y durante la noche antes de la partida, Daniel recuerda todo lo que le ha ocurrido en ese lugar, sus amigos, sus peripecias y descubre que su camino está en esa aldea, no en la capital, que ese valle es su vida y no puede dejarlo.

La novela, que refleja exquisitamente las vivencias y paisajes de aquella aldea, también describe bien el afán religiosos de sus habitantes. Y es aquí donde descubro un punto de encuentro con el Evangelio, que nos habla del comportamiento de Jesús y sus discípulos y cómo estos son corregidos por los fariseos.

«¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?» Es lo primero que le preguntan a Cristo. Y él, sin reparo alguno, los llama hipócritas, porque son pura apariencia y tienen el corazón lejos de Dios.

Pero poniéndonos un poco en el lugar de los escribas, podemos ver que ellos respondían al modo en que habían aprendido a agradar a Dios. Era la forma de sentir que así vivían de un modo correcto, como Dios manda. Y lo tenían tan bien aprendido que exigían a todos que vivieran de la misma forma. Tal vez, lo malo estaba en que también de ese modo creían que tenían “controlado” a Dios. Mientras hicieran lo correcto, Yahvé tenía que ser benévolo y condescendiente con ellos.

Pero volviendo a nuestra época, aunque afirmamos haber superado aquellas disquisiciones religiosas, tengo la impresión de que seguimos, en alguna medida, en un esquema religioso muy similar. Es que en ocasiones, bajo capa de haber “cumplido” con Dios, terminamos creyendo que así lo tenemos todo bajo control. “Yo hago todo lo que me manda la Iglesia —decimos— ¿cómo es que ahora Dios no me responde? Si voy a misa y creo en el Señor, ¿por qué me pasa esta desgracia?” Entonces se evidencia que más nos ocupamos de las abluciones y lavados externos y no de lo realmente importante con respecto a Dios.

Y aquí surgen entonces los cuestionamientos a las normas y preceptos de la Iglesia. Entonces, ¿para qué están? ¿Acaso no sirven para agradar a Dios? ¿Son sólo formas externas y no sirven del todo? ¿Es una manera de “controlarnos” a los cristianos?

Antes, y en el tiempo de Jesús, la forma de darle fuerza al orden social, tuvo mucho que ver con afirmar que había que comportarse de determinada forma porque Dios lo mandaba. Y no era una simple estrategia, pero desde la perspectiva del hombre religioso, los principales mandatos venían dados por Dios. Y el hombre aprende que mientras se cumpla, todo va a ir bien. Si se peca, si no se cumple, entonces vienen las desgracias.

Y este esquema se fue replicando y, si bien no pensamos de igual modo que aquellos, creo que seguimos alimentando nuestra religiosidad con el cumplimiento de lo mandado y no con la propuesta clara de Jesús, que dista mucho de hacer depender el amor de Dios del cumplimiento de normas y preceptos.

Antes citaba a Miguel Delibes con su novela “El Camino”, y me llamó especialmente la atención una parte en el capítulo 2, cuando Sara, la hermana mayor de Roque, un amigo de Daniel el protagonista, para hacer que Roque se portara bien, lo encerraba en el pajar y “le leía, desde fuera, lentamente y con voz sombría y cavernosa, las recomendaciones del alma”. Entonces, ella decía: “Cuando mis ojos vidriados y desencajados por el horror de la inminente muerte, fijen en vos sus miradas lánguidas y moribundas…” Y Roque tenía que responder: “Jesús misericordioso, tened compasión de mí.”

Y esta imagen es la que, de una u otra forma, se sigue repitiendo. Y esto lo afirmo porque a veces escucho cosas como: “Si no se portan bien, Dios los va a castigar”. Como método de educación. Así crecemos, creyendo, aunque nos digan que Dios es amor, que conviene mejor portarse bien. Y con esto no quiero decir que da todo igual y que todo vale, con tal Dios nos va recibir igual, sino que debemos aceptar, por fin, el mensaje que el mismo Cristo predicó hace más de veinte siglos y que nada tiene que ver con meter miedo para hacer lo que llamamos la voluntad de Dios.

Debemos repasar nuestra forma de relacionarnos con Dios y ver si nos importa más nuestro amor a él, así, sin más firuletes, o si más nos pesan los “deberes” que tenemos para con él y que cumplimos tal vez por miedo al castigo, pensando que así nos ganamos su amistad. Porque si nos pesa más lo último, entonces estamos en el esquema de los fariseos, preocupados más por las formas externas que por lo que realmente nos hace de Dios.

Y, según lo que deducimos del mensaje de Jesús, lo que nos hace de Dios es hacer nuestra su propuesta. Él nos propone, primordialmente, amar, y tal amor, para que sea auténtico tiene que salir del corazón. Las apariencias no sirven. Y si no sale Dios, si no sale amor, entonces puede empezar a aparecer lo que Jesús dice que mancha al hombre: «Las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino».

Y de esto es de lo que tenemos que preocuparnos, de lo que sale del corazón, más que de las normas y preceptos cumplidas en apariencia y que para nada garantizan que no salgan en nuestro corazón lo que Jesús dice que sí mancha a la persona.

¿De qué estamos más cerca, del amor a Dios claro y directo o de las cosas que creemos que haciéndolas nos granjean la amistad de Dios?

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