Cuarto movimiento

Violinista

Ciclo B – Domingo II Cuaresma

Marcos 9, 2-10
Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Éste es mi Hijo muy querido, escúchenlo».
De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos. Mientras bajaban del monte, Jesús les prohibió contar lo que habían visto, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos cumplieron esta orden, pero se preguntaban qué significaría «resucitar de entre los muertos».

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Hace un tiempo escuché interpretar el cuarto movimiento de la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven, por la «West-Eastern Divan Orchestra», ideada y dirigida por Daniel Barenboim. Y aunque la cultura musical, especialmente referida a la música clásica, no sea muy profunda, cualquiera puede admirar y disfrutar lo que Beethoven compuso. Fue su obra máxima, aun a pesar de la acuciante sordera que padecía. En este cuarto movimiento escuchamos lo que comúnmente conocemos como el «Himno de la alegría», cuya letra es de la «Oda a la alegría» del poeta Friedrich von Schiller. Y claro que con estos datos estamos lejos de lo que fue la transfiguración de Jesús, pero creo que nos puede ayudar a reflexionar acerca de lo que sucedió en el monte Tabor.

Tenemos al Hijo de Dios transfigurado y aquellos tres, Pedro, Santiago y Juan, que ven a su maestro junto a Elías y Moises. Quieren quedarse, a petición de Pedro, pero son llevados de vuelta junto al resto de los apóstoles, a la vida que hasta el momento traían, bajo ordenes estrictas de no contar nada de lo que vieron y escucharon.

Sin embargo, y sin quitar veracidad al texto, llama la atención el que, a pesar de la admiración y supuesto conocimiento de lo que sería la gloria de Dios, aquellos apóstoles no dijeran nada de lo ocurrido. O fueron muy obedientes, o tal vez no entendieron mucho lo que les había sucedido, ya que, si seguimos leyendo a Marcos, todo parece continuar como si aquél episodio no hubiera existido. También sabemos que este texto puede haber sido añadido con posterioridad, lo que se conoce como una interpolación, y que lo del monte fuera una experiencia posterior a la Resurrección. Pero sin duda, sea cuando haya sido, hay un mensaje claro que también nosotros debemos descubrir y hacer nuestro.

Probablemente, lo más importante a tener en cuenta sea el que aquellos hombres descubrieron lo más trascendente de Jesús, su plenitud, a la cual también estaban llamados, igual que lo estamos nosotros, hijos de Dios. Hacia allí, hacia esa totalidad o culminación, nos tenemos que dirigir y creo que se logra desde la vida interior, desde descubrir esa presencia de Dios dentro de nosotros mismos. Tal vez, para entender mejor aún lo que decimos, sean muy precisas las palabras de san Agustín: «Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé, tu estabas dentro de mí y yo por fuera te buscaba».

Pero, ¿cómo logramos aquello? ¿A base de rezos, sacrificios y pura misa? Claro que todo esto siempre va a ser muy útil y recomendable y no lo podemos dejar de lado, pero se me ocurre que la clave está en otro lugar.

Antes recordaba lo magnífico de la Novena Sinfonía, una obra maestra a pesar de las dificultades de su creador. Beethoven fue capaz de generar aquello, a pesar de su sordera, porque supo oír con claridad en su interior y distinguir qué sonidos eran los adecuados, qué tiempo debían tener y en qué momento sonar. Y me parece que la transfiguración les dio la clave a aquellos hombres, para poder componer con exactitud lo que Dios quería.

A mi entender, el punto a destacar de este evangelio es el siguiente: «Éste es mi Hijo muy querido, escúchenlo». Ahí está la clave. Les dijo y nos dice, que de ahí en más es a Jesús al que tenemos que escuchar. Todo el resto está muy bien, Moisés que se lo asocia con la ley, Elías que representa a los profetas, son muy válidos, pero para poder componer la sinfonía divina hace falta escuchar con claridad al Hijo de Dios. A nadie más. Incluso me atrevo a decir que nos vendría bien, como cristianos, despegarnos un poco del Antiguo Testamento. No porque esté mal o no nos sirva, sino porque parece que sigue pesándonos más de la cuenta y el mensaje de Jesús queda entonces en un segundo plano. Parece que estamos más familiarizados con el “ojo por ojo” de Moisés antes que el “ama a tu enemigo” del Hijo de Dios.

Hoy tenemos muchas voces que se nos juntan y, en más de una ocasión, no sabemos bien a cuál atender. Algunos hablan en nombre de Jesús, y no vamos a decir que ninguno tiene razón, pero es necesario que aprendamos a distinguir el mensaje del mismo Cristo. En esto debemos crecer, madurar como hijos de Dios, y aprender a escuchar al Señor en nuestro interior. Un cristiano sin vida interior como mucho será un cristiano intelectual, pero no alguien que vibra al sonido de Dios.

Siempre habrá personas que puedan ayudarnos a remar mar adentro, para poder llegar a la plenitud que supone descubrir a Dios, sin olvidar que la voz del maestro siempre irá acorde a palabras como: amor, servicio, entrega, generosidad, perdón, misericordia, libertad. Lo que desentone con estos términos y su significado, seguro que no son notas del Señor, por muy alabados y ponderados que sean los mensajes.

Tal vez sería bueno, salvando las distancias y sin ánimos de ofender, el volvernos sordos, como Beethoven, para poder escuchar con claridad a Dios que nos habla en el corazón.  De ese modo terminaremos transfigurados igual que Jesús.

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