Aprender

Liberar

Marcos 1, 40-45
Se le acercó un leproso a Jesús para pedirle ayuda y, cayendo de rodillas, le dijo: «Si quieres, puedes purificarme». Jesús, conmovido, extendió la mano y lo tocó diciendo: «Lo quiero, quda purificado». Enseguida la lepra desapareció y quedó purificado. Jesús los despidió, advirtiéndole severamente: «No le digas nada a nadie, pero ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio». Sin embargo, apenas se fue, empezó a proclamarlo a todo el mundo, divulgando lo sucedido, de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en ninguna ciudad, sino que debía quedarse afuera, en lugares desiertos. Y acudían a Él de todas partes.
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De los topos, aprendimos a hacer túneles.
De los castores, aprendimos a hacer diques.
De los pájaros, aprendimos a hacer casas.
De las arañas, aprendimos a tejer.
Del tronco que rodaba cuesta abajo, aprendimos la rueda.
Del tronco que flotaba a la deriva, aprendimos la nave.
Del viento, aprendimos la vela.
¿Quién nos habrá enseñado las malas mañas?
¿De quién aprendimos a humillar al mundo y atormentar al prójimo?

Esta reflexión de Eduardo Galeano, titulada Primeras Letras, tal vez nos cuestiona, pero no podemos negar que, un poco más un poco menos, refleja la realidad del ser humano. Es posible que una respuesta rápida sea que hemos aprendido a comportarnos de tal manera, equivocada, por ver a otros hacer lo mismo.

El evangelio nos vuelve a traer un prodigio realizado por Jesús, pedido directamente por aquél leproso. Y aunque este hombre se salta la ley, obtiene lo mejor de Jesús, quien también hace caso omiso de lo prescrito por las normas religiosas y preventivas. Y digo preventivas porque no era una simple maldad el enviar a los leprosos fuera de la ciudad, con la premisa de tener que anunciar a viva voz que se estaba enfermo. Esto lo podemos ver en la primera lectura de hoy: La persona afectada de lepra llevará la ropa desgarrada y los cabellos sueltos; se cubrirá hasta la boca e irá gritando: «¡Impuro, impuro!». Esto era necesario para evitar un contagio masivo.

Aquí podríamos pensar en lo feo de aquella situación, y dar gracias a Dios porque vivimos en otra época en la que hay muchos avances para curar a los enfermos, aunque no en todo el mundo se pueden beneficiar de tales adelantos medicinales. Sin embargo, y sin ánimo de ser negativo, tal vez deberíamos pensar qué enfermedades hoy nos siguen aislando y expulsando fuera de las comunidades a las que pertenecemos: familias, trabajos, grupo de amigos; aunque físicamente sigamos presente en todos esos ámbitos de convivencia. Y se me ocurren algunas: El egoísmo, la avaricia, la mentira, la envidia, la codicia, la lujuria, el odio, entre algunas más que se nos puedan ocurrir. Y, aunque un poco exagerado, diría que son las lepras de todas las épocas y que seguimos padeciendo.

Para todo esto, gracias a Dios, hay cura, pero es necesario que estemos decididos a buscar ser sanados. Aquél leproso del evangelio no se quedó encerrado en su dolor, sino que buscó su liberación en Jesús, aun a pesar de romper con la norma. Y recordemos que esta norma, como casi todas, tenían fuerza legal divina. Todo venía mandado por Dios. Y en esto no podemos perder de vista una ventaja que tenía aquél hombre: No era necesario tener que reconocer que estaba enfermo, era evidente, pero en nuestro caso y con estas patologías, es un paso fundamental, si no, no llegaremos a la cura. Si no reconocemos lo que nos pasa, no vamos a ir a buscar la salud.

Por suerte, otra gran ventaja que tenemos, Jesús, es decir Dios, deja de lado los preceptos cuando se trata de salvar a la persona. Hace primar el bienestar del ser humano y transgrede toda norma que impida la liberación o la curación. Bien podríamos decir que esta es una característica que define a Cristo: Siempre busca la salvación de quien se cruza en su camino. Esto, seguramente, surge de su amor al prójimo. Y en este caso a él no le importa arriesgar, incluso su salud, y toca al enfermo para que éste quede sanado. Entonces me pregunto qué tanto arriesgamos con tal de salvar a un hermano que nos necesita. Y en esto me refiero no sólo a hacer el bien a los que conocemos, sino también a aquellos que están lejos del circulo de nuestros afectos. Hay realidades ajenas que nos producen rechazo, tal vez repugnancia, pero que sin embargo están esperando ser atendidas por el amor de Dios, el que también se canaliza a través de nuestro amor y nuestros actos de bondad y compasión.

Antes, con la reflexión de Eduardo Galeano, nos veíamos movidos a descubrir de quién hemos aprendido a humillar el mundo y a atormentar al prójimo. Lo podríamos simplificar en no hacer el bien al que tenemos a nuestro lado. Pero traigo este pensamiento para poder utilizar la contracara, el lado opuesto de lo que dice, con tal de poner los ojos en lo que me parece que el evangelio nos puede enseñar. La pregunta es: ¿De quién aprendemos lo bueno, a hacer el bien al prójimo, a no atormentar a las personas?

En esto sabemos que la mayoría de nuestro aprendizaje, especialmente en la niñez, lo hacemos por imitación. Si los niños ven que sus mayores roban, maltratan, mienten, marginan, discriminan, ellos terminan haciendo lo mismo. Y por muy espirituales que nos pongamos, por ejemplo, al decirles en la catequesis de comunión que Jesús es diosito y que él es bueno y nos ama y que hace el bien, los niños asimilarán con mucha más fuerza lo que vivan a diario.

Entonces, aquí la pregunta es: ¿De quién aprendemos a consolar al hermano, a no humillar al prójimo, a no discriminar, o a no marginar? ¿De quién aprendemos a compartir, a amar, a ser solidarios, generosos, o a no buscar únicamente el propio interés?  La fuente mayor de inspiración es el mismo Jesús, que no tiene reparo en amar y sanar al leproso. Y este es el mayor desafío que tenemos los cristianos. Aprender y actuar en consecuencia, con los mismos sentimientos y criterios con los que actuó Cristo. Y este es un aprendizaje de toda la vida, porque siempre se puede amar un poco más.

¿De qué estamos enfermos? ¿Padecemos egoísmo, avaricia, mentira, codicia, lujuria? Pidamos a gritos ser curados, para después también nosotros poder ayudar a otros, imitando a Jesús, a que también recuperen la salud, aun a pesar de arriesgar nuestra propia comodidad. Y por estos motivos, sí que vale la pena transgredir cualquier norma.

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