A diario

DiarioMateo 5, 13-16
Jesús dijo a sus discípulos: Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Ustedes son la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa. Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen a su Padre que está en el cielo.
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Un señor toma el tranvía después de comprar el diario y ponérselo bajo el brazo. Media hora más tarde desciende con el mismo diario bajo el mismo brazo.

Pero ya no es el mismo diario, ahora es un montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco de plaza.

Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que un muchacho lo ve, lo lee y lo deja convertido en un montón de hojas impresas.

Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que una anciana lo encuentra, lo lee y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Luego se lo lleva a su casa y en el camino lo usa para empaquetar medio kilo de acelgas, que es para lo que sirven los diarios después de estas excitantes metamorfosis.

Este cuento de Julio Cortázar, titulado «El Diario a diario», creo que nos pone en sintonía con el mensaje que Jesús nos deja en el evangelio de hoy. Y está claro que los ejemplos del mismo Cristo son muy simples y fáciles de entender. Actuales para la gente de aquella época, y la nuestra también.

Evidentemente, a nosotros, igual que a los del tiempo de Jesús, el pedido que él hace es el mismo: Brillar para que los demás puedan ver sus obras buenas y glorificar a Dios. Es una misión, algo a lo que estamos llamados. Y si hablamos de sal, está claro que la tarea es la misma: Salar.  Hasta ahí creo que estamos de acuerdo en que existe un desafío que no podemos dejar pasar por alto, si es que nos importa el ser cristianos.

Si pensamos en la sal, sabemos que, fundamentalmente, tiene una misión: Sazonar la comida. Y la luz, obviamente, alumbrar. Y a esto podemos añadir que ambos elementos no tienen nada en común, salvo una cosa: Solos, son inútiles. Tienen sentido cuando realizan la acción para la que están hechas. De igual modo, podemos comprender que Jesús nos está diciendo que tenemos un cometido y en la acción es donde cobra sentido, desde la fe, nuestra existencia: Hay que salar y alumbrar, con sal y luz de Dios.

Antes cité el cuento de Julio Cortázar. Y bien podríamos decir que el diario es diario cuando es novedad, noticia fresca, para quien lo compra o lo encuentra. Después de ser leído, es sólo  papel impreso. En realidad sigue siendo lo que siempre fue, un papel con palabras impresas, pero tienen sentido cuando son información para el que está desinformado. Entonces podemos pensar que, en nuestro caso, nos toca ser sal, luz o diario, que damos algo que otro no posee y necesita. Y eso que se entrega tiene que ser Dios.

Ser hijos de Dios deja de ser aburrido, rutinario, más allá de normas y preceptos a cumplir, cuando ponemos en acto la esencia del Señor en nosotros. Y esa esencia, seguramente, es la luz que hay en nuestro interior, según las palabras de Jesús, casi al final del evangelio de hoy. Esa es la esencia, lo que hay que entregar, como la sal que entrega su sabor, o la luz su resplandor, o el diario la novedad. Debemos dar la luz de Dios que tenemos. Entonces podríamos decir que lo importante no somos nosotros, sino la luz que está en nosotros y que debemos dejar brillar.

Si nos la guardamos, como puede ser el caso de una lámpara debajo de un cajón, o un diario que envuelve acelgas, perdemos el verdadero sentido para el que fuimos creados. Pero si cumplimos el cometido de nuestra existencia, entonces es más seguro que nos sintamos plenos, completos, realizados, felices.

Finalmente, en esto creo que caben al menos dos advertencias. Si hablamos de sal, hay que cuidar de salar lo justo, para que al final no se produzca un rechazo. Nadie quiere comer algo salado. Y en cuestiones de luz, no podemos encandilar. Es decir, un exceso, casi como una imposición de Dios a los demás, no es bueno. Siempre produce oposición más que aceptación. Se puede alumbrar, hablar de Dios, sin nombrarlo, sin mencionar la Iglesia, sin dar directivas morales y sin cargar de normas a cumplir. Esto es poner demasiada sal. Se puede hablar de Dios simplemente amando. Ahí es donde brilla la luz que tenemos en el corazón.

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