Reflejo

Escuchar-Te

Marcos 7, 31-37
Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis. Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos. Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua; Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Ábrete». Y en seguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.
Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
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«Cuentan que existía El País sin reflejo. Algunas crónicas de aquellas tierras, recientemente descubiertas, nos dicen: “Éste, es un lugar donde jamás alguien ha visto su propia imagen y se ha reconocido. La única forma de saber cómo somos, más allá de lo que podamos ver de nuestro cuerpo, es pidiendo que nos describan. Tenemos que confiar en lo que los otros dicen acerca de cómo nos ven. Esto tiene una ventaja, o desventaja: La descripción puede ser cierta, o  no, pero si no lo es, nunca podríamos comprobar cómo luce, realmente, nuestro rostro. Y si tenemos suerte, y nos encontramos con alguien que sea bueno, amable y un poco mentiroso, dirá que somos bellos. Ciertamente, no se encuentran personas feas. Todos gozamos de una buena presencia. Pero tenemos que contentarnos y vivir convencidos de que realmente somos casi perfectos. Sólo nos pueden describir una sola vez en la vida, al llegar a la madurez, y esa es la imagen que siempre tendremos de nosotros mismos y para los demás.

Pero hace unos días, alguien asegura poder mostrarnos quiénes somos realmente. Sin descripción, sin mentira ni exageración. Sólo hace falta mirar nuestra propia imagen en algo que llaman espejo. Algunos se han alegrado y esperan, con ansiedad, poder ponerse delante de aquél artefacto mágico. Aunque esto también ha suscitado muchos debates acerca de lo que se considera bello y qué no lo es. Otros, en cambio, han salido a defender las formas de vida que toda nuestra estirpe siempre ha mantenido. Ver, por los propios ojos, cómo somos –argumentan– podría devenir en una decadencia nacional. Nadie sería quien dice ser y todo se volvería un caos…”»

Comparto parte de una historia que escribí hace tiempo, porque el evangelio de hoy me ha llevado al País sin reflejo. Muchos preferían seguir como estaban, mientras que otros buscaban ver, por sí mismos, su propia imagen. Y si bien la Palabra nos habla de un sordomudo que es liberado, por la acción milagrosa de Jesús, y nada nos dice de espejos, imagen o reflejo, sí comparte, a mi entender, las distintas situaciones que encontramos en lo que nos relata el evangelista Marcos.

Aquí hay un claro deseo y búsqueda de la curación que Cristo puede ofrecer: Le presentan un sordomudo y piden que le imponga las manos. Esto es abrirse a una nueva posibilidad, a una nueva realidad. Algo que generará una vida muy distinta a la que venía llevando el que se pone delante de Jesús. Podría ser, si me permiten, el que decide aparecer en el espejo y descubrir lo que nunca supo.

El Hijo de Dios viene a traer una nueva libertad y vida. Abre lo que está cerrado, quita la imposibilidad, y causa admiración a todos lo que han visto el milagro. Viene a poner un orden nuevo, según lo que Dios ha pensado para la humanidad. Y esta oferta también está al alcance de nuestra mano. Podremos llegar a oír perfectamente, y hablar aún mejor, si así lo deseamos. Es que podemos estar sufriendo una sordera asombrosa, a pesar de estar convencidos de que nuestro oído y lengua funcionan sin problemas. Y la prueba estará en ver si últimamente hemos escuchado acerca de realidades de nuestros hermanos como la falta de amor, el egoísmo, la insolidaridad, la pobreza, el sufrimiento, el llanto, los gritos, el dolor, la indiferencia, la incapacidad para el encuentro cálido y sincero, la desconfianza, el hambre, y no hemos hecho nada por cambiarlo. Esto indica que más bien estamos cerrados, sordos e incapacitados, para una vida renovada en Dios.

Necesitamos, por lo tanto, que venga Jesús, imponga sus manos, y toque con sus dedos en nuestras orejas, para quitarnos la sordera que no nos deja escuchar y hacernos consciente de la necesidad del que tenemos al lado. Aunque en esto, siempre está la posibilidad de acogernos a un refrán: No hay mejor sordo que el que no quiere oír. Y ese es el mayor peligro que podemos correr. Tal vez porque con nuestros propios asuntos y preocupaciones tenemos más que suficiente. Entonces –decimos– que de esas cosas se ocupen los que lo tienen que hacer. Para eso pagamos nuestros impuestos y colaboramos con tal o cuál ONG. Aunque esto, tal vez, no sea suficiente, porque también se verá, al final de la historia, cuántos vasos de agua hemos dado al sediento.

Y si decidimos arriesgar y ponernos delante de Jesús, delante del espejo, y esperar, creyendo, que él nos puede curar, no sólo escucharemos con claridad, sino que por fin podremos hablar con verdad y vida. Es que aquél que es curado de la sordera ha abierto el canal por donde Dios habla directamente. Así nos llenaremos  de Él, y empezaremos a hablar de lo que nos vaya contando. Las personas de Dios, los buenos y misericordiosos, los que aman con un corazón puro, son los que pueden hablar con franqueza, con verdad, con amabilidad, los pacíficos, porque dicen lo que han escuchado y tienen dentro: Hablan de Dios, y lo expresan en actos concretos que evidencian esa caridad de la que están empapados. Entonces podríamos preguntarnos: ¿De qué hablamos? ¿De qué hablan nuestros actos? ¿Qué temas nos ocupan? ¿Cómo son nuestras expresiones? ¿Son bendiciones o maldiciones, ayuda o puños cerrados?

Si oímos y hablamos bien, y sentimos la necesidad de ocuparnos del que está sufriendo, y lo hacemos, es que escuchamos y hablamos de Dios.

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