Palabras

Espíritu de Dios

Ciclo B – Domingo de Pentecostés

Juan 20, 19-23
Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: «¡La paz esté con ustedes! » Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: «¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, Yo también los envío a ustedes».  Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: «Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan».
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Imagino un mundo en el que sólo existe una palabra, o si se quiere una sola letra. Por un lado podríamos ver las ventajas: Nadie se equivocaría al pronunciarla. Nadie debería pensar en sinónimos para no repetir, se sabría el nombre de todas las cosas y no habría manera de equivocarse al llamar a alguien. Creo que hasta nos facilitaría la vida. Además, si quisiéramos expresar un sentimiento, triste o alegre, no fallaríamos en la descripción. Aunque también, sin duda, el mundo se volvería monótono y sin identidades personales.

Sin embargo, gracias a Dios, vivimos en un mundo que tiene, no sólo diversidad de palabras, sino también distintas lenguas. Y eso hace muy rica nuestra expresión. Más aún cuando mezclamos vocablos de uno y otro idioma. 

Y cada palabra suelta tiene un significado, único, veraz, aunque se puedan usar erróneamente. Y si se juntan los términos, vemos que formamos frases, o ideas, formas de expresión y de mejor descripción de la realidad en la que vivimos. Incluso, me atrevo a decir, podemos dar vida a nuevas realidades, si somos capaces de hilar palabra tras palabra y describir aquello nuevo que llegamos a imaginar.

Hoy tenemos a Jesús junto a sus apóstoles. Recordamos, una vez más, cuando el Maestro Resucitado se aparece a sus discípulos y resaltamos el momento en que estos reciben el soplo de vida de Dios que los transforma. Y tenemos en cuenta que la liturgia nos trae este episodio donde el mismo Jesús les da el Espíritu Santo, además de las lenguas de fuego que bajan sobre los apóstoles, según relata Hechos de los apóstoles.

Sabemos todo lo que hemos aprendido acerca del Espíritu Santo y sus dones: Sabiduría (que nos ayuda a comprender mejor quién es Dios y su manera de ver las cosas), inteligencia (que nos hace entender la Palabra de Dios y las verdades de la fe), consejo (que nos ilumina el camino y las decisiones que debemos tomar), fortaleza (que nos alienta a superar las dificultades), ciencia (que nos ayuda a juzgar con rectitud), piedad (que alimenta nuestra confianza con Dios) y temor de Dios (que nos induce a dejar todo aquello que nos aleja del Señor, con tal de no perderlo). Y pareciera que abarcan todo lo que necesitamos para vivir y vivir con Dios.

En principio, al menos los creyentes, nada podemos temer con tamañas capacidades recibidas, aunque mirando el mundo en el que vivimos, más que dones parecen ser sólo un recuerdo de quién es Dios. Da la sensación de que en ocasiones, si no todo el tiempo, vivimos sin piedad, abatidos, con poca inteligencia y como si Dios no existiera. ¿Dónde quedó todo aquél cúmulo de Dios dado en los dones del Espíritu?

Tal vez, (vuelvo a hacer un ensayo) el problema está en que, poco a poco, nos hemos ido convenciendo de que vivimos en un mundo monocorde, monosílabo o monotérmino (si esa palabra existe y puede definir algo). Es como si viviéramos en aquél mundo imaginario de una sola palabra, la personal, sin que exista otra. Es decir, tal vez sin querer o de un modo inconsciente, creemos que lo único y veraz que existe es cada uno de nosotros. Y la única palabra que terminamos reconociendo y pronunciando es: Yo.

Y cuando sólo existe el Yo, nos situamos en un lugar muy distante y contrapuesto a lo que significa Dios Espíritu Santo, el cual no viene a anularnos, sino a hacernos aún mejores de lo que somos individualmente. Y eso es Pentecostés: Elevarnos y ser mejores, capaces de las mismas acciones de Dios, porque nos habita el mismo Espíritu de Jesús, el cual nos lleva a una dimensión donde el egoísmo no tiene cabida. Y son aquello dones los que hacen que tendamos a ser perfectos, es decir, a hacernos uno con Dios. Y entonces aparecen en nosotros actitudes y/o cualidades como la bondad, la mansedumbre, la fidelidad, la paz, la paciencia, la humildad o la caridad.

Antes les contaba acerca de la riqueza de poder tener infinidad de palabras e incluso que, juntas, son capaces de expresar nuevas realidades. Y lo mismo pasa con nosotros. Somos, individualmente, una palabra con una verdad y un ser único e irrepetible, pero que unidos a otros, somos capaces de crear nuevas realidades, especialmente cuando estamos habitados por el Espíritu Santo.

El Espíritu es el que facilita y promueve la diversidad y la unidad al mismo tiempo. La diversidad, porque potencia en cada uno de nosotros lo mejor que tenemos, y la unidad porque facilita la amalgama entre unos y otros, sin perder la individualidad. Y tal vez así entendamos que hay diversidad de dones y por consiguiente de funciones. Todos somos necesarios, como los miembros del cuerpo, donde todos hacen uno solo cuerpo. Ya lo dijo antes san Pablo en la segunda lectura.

Aquí es interesante llegar a descubrir que, al igual que los apóstoles, también recibimos el Espíritu Santo por el soplo que Jesús hace a cada uno de nosotros. Y ese Espíritu facilita todo lo demás. Eso nos transforma, nos hace nuevos.

Finalmente habrá que recordar que es posible vivir con Dios y salir de todo monosílabo egoísta para situarnos en una dimensión divina y trascendente, sin dejar de ser humanos.

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