Encontrar el cielo

TransfiguraciónMateo 17, 1-9
Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Éste es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo».
Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo».
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
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Rima VII -Bécquer-

 

Esta Rima VII de Gustavo Adolfo Bécquer, si bien fue escrita en el siglo XIX, lejos de lo que vieron los tres apóstoles que acompañaron a Jesús, creo que nos puede ayudar a pensar en lo más profundo del evangelio de este domingo. No porque de ella deduzcamos la transfiguración de Cristo, sino porque nos lleva a pensar, como la Palabra de Dios, que hay algo que se manifiesta, que viene a iluminar.

Nos encontramos con una escena muy curiosa. Tan llena de misterio como de esplendor. Pedro, Santiago y Juan quedaron totalmente deslumbrados, no sólo por las vestiduras transformadas de Jesús, sino por el mensaje que reciben del mismo Dios Padre, quien los anima a poner atención a lo que Cristo tiene que decir. Lo mismo pasó cuando el Nazareno fue bautizado por Juan el Bautista. Tenemos entonces una clara manifestación de Dios, una teofanía.

A mi entender, aquí hay dos opciones. La primera es observar, aprender y admirar la manifestación de la Gloria de Dios y que todo quede ahí. Por lo tanto, ahora nos toca esperar, y vivir suspirando en este mundo, hasta que lleguemos al encuentro definitivo con Dios. La segunda opción es, además de admirar este hecho divino, pensar y creer que no sólo al final, sino también en este tiempo, aquella gloria de Dios se puede sentir, palpar, vivir, compartir y disfrutar.

Personalmente, me quedo con la segunda parte. Es que creo que es posible que nosotros también podamos vivenciar aquella transfiguración de Cristo. No puede quedar aquello como un simple hecho divino, al cual miramos y recordamos con añoranza, deseando por fin poder vernos deslumbrados por la presencia de Dios. Aunque esto último, seamos honestos, procuramos diferirlo lo más posible. Nadie, o casi nadie, se quiere morir antes de tiempo, por mucha gloria de Dios que nos espere. ¿Verdad?

Al principio citamos los versos de Bécquer, y creo que nos invita a pensar que hay algo escondido, que está dormido y que tiene que salir a la luz, volver a la vida, dejar el letargo. Y esto es lo que hay que procurar: Hacer que aquella teofanía, la manifestación de Dios, se haga realidad en nuestras vidas, ahora, mientras esperamos el gran encuentro final con el Señor.

El modo más claro y directo de la presencia de Dios es hacer patente el amor. Amar de verdad, es dejar en evidencia que Dios existe, y que es posible vivenciar el cielo aún sin haber estirado la pata. Y cada uno, si se ha sentido amado con profundidad, sabe que esa vivencia da un sentido de plenitud tal que prácticamente no necesitamos de nada más. Esa es la transfiguración de Dios, la teofanía más auténtica que podemos experimentar. Es que si Dios manifiesta su esencia, va más allá del resplandor de la ropa o el rostro, y no nos equivocamos cuando entendemos y aceptamos que no hay manera más concreta de entender quién es Dios, si no es a través del amor.

Cada vez que Jesús se acerca a una persona, habla con ella y la cura, la libera o la tranquiliza, él manifiesta su esencia más pura: El amor de Dios. Eso hace que el que se encuentre con él adopte, salvando las distancias, el lugar de Pedro, de Santiago o de Juan, porque vive y siente en su ser que el Señor se manifiesta, se transfigura delante de él, aunque no haya vestiduras blancas.

Aquí es donde debemos poner atención y descubrir que, si nosotros hemos experimentado esa presencia de Dios, ese amor infinito del Padre, tenemos que ser lugar, ocasión, para que otros puedan vivenciar a Jesús transfigurado. Y esto se logra poniendo en acto aquello que sabemos en teoría: Amarnos los unos a los otros, como Dios nos ama.

Si escuchas, si acompañas, si sostienes, si acaricias, si perdonas, si abrazas, si disculpas, si ofreces, si regalas, si compartes, si esperas, si crees, si respetas, si entusiasmas, si agradeces, si iluminas, si cedes, con amor y por amor a tu hermano, al que tienes a tu lado, entonces hay transfiguración, entonces hay manifestación de la esencia de Dios, y te van a dar ganas de hacer tres carpas, con tal de que aquél cielo en la tierra no se pase.

Hay que sacar a la luz lo que hay dentro de nosotros, hay que sacar el amor que Dios ha puesto en nuestros corazones y hacer que se resuman la ley y los profetas en el amar a Dios y al prójimo como a uno mismo.

¿Cuántas veces hemos visto y palpado a Dios transfigurado en nuestras vidas? ¿Cuántas personas han encontrado al Señor, a través de nuestros actos de amor? ¿Acaso no somos los sabedores de la verdad, los cristianos que han encontrado al Dios verdadero? Dejemos que Él, que su amor, se manifieste con todo su esplendor en nosotros, para que otros escuchen, como Lázaro, «levántate y anda», para que vuelvan a la vida y encuentren el cielo.

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